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Primera dama de EEUU quiere evitar hablar de su indumentaria

Hace tres meses casi nadie sabía quién era Jonathan Cohen, pero Jill Biden se puso un abrigo suyo, de color morado y hecho con materiales reciclados, en la víspera del día de la inauguración presidencial. “Supimos reaccionar a tiempo y hacer más producción para atender los pedidos”, contaba el joven diseñador al diario Women’s wear […]

Por Allan Brito
Primera dama de EEUU quiere evitar hablar de su indumentaria
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Hace tres meses casi nadie sabía quién era Jonathan Cohen, pero Jill Biden se puso un abrigo suyo, de color morado y hecho con materiales reciclados, en la víspera del día de la inauguración presidencial.

“Supimos reaccionar a tiempo y hacer más producción para atender los pedidos”, contaba el joven diseñador al diario Women’s wear daily, donde también apuntaba una cuestión fundamental: “Lo que se está agotando en nuestra web son los productos de precio reducido, como las mascarillas”, reportó El País.

Algo similar le ocurría a Sergio Hudson, que agotaba el cinturón (no así el traje de dos piezas) que se puso Michelle Obama el día de la inauguración. No es algo nuevo; la moda norteamericana se ha movido tradicionalmente en el entorno de la gama media y las líneas de difusión, y, en muchos casos, la proyección mediática sirve para llegar a públicos más amplios con productos más asequibles y prácticos.

Se trata de un sector, además, que no pasa por su mejor momento, no solo por la obvia caída en las ventas, también porque, desde hace algunos años, no exporta grandes nombres del diseño fuera de los círculos minoritarios y la relevancia de su principal plataforma, la semana de la moda en Nueva York, se ha visto obligada a reinventarse para generar la expectación de antaño.

Jill Biden hace unos días visitaba varias escuelas infantiles en Pensilvania. Horas más tarde Michael LaRosa, su jefe de comunicación, resumía dichas comparecencias a la prensa y hacía una puntualización: a partir de ese momento, y por supuesto salvo excepciones, no se darían datos sobre las marcas que llevara la primera dama.

Una decisión que resulta controvertida, porque pone de manifiesto cuestiones contradictorias. Por un lado, está el hecho incuestionable de que ninguna persona pública que no viva de su imagen debe estar obligada a dar explicaciones sobre ella, aunque en demasiadas ocasiones para las mujeres derive en lo contrario: cuando en 1993 Hillary Clinton hizo su primera comparecencia como primera dama los medios bautizaron el momento como “La conferencia rosa”.

“Se le acusa de querer dulcificar su imagen, pero si hubiera vestido otro tono, se la acusaría de otra cosa. El problema es que nosotras no tenemos un uniforme público con el que pasar desapercibidas”, escribía entonces la editora de moda del Washington Post, Robin Givhan, una periodista acostumbrada a leer entre líneas y analizar los mensajes implícitos que los mandatarios lanzan con su indumentaria.

La moda, a efectos de opinión pública, sigue siendo cosa de mujeres, pero también debería ser vista como una fuente de riqueza nacional, tanto en lo cultural como en lo económico.

Solo en Estados Unidos, el mercado textil mueve cerca de 350.000 millones de dólares y, como en el resto de países, no pasa por su mejor momento (la consultora McKinsey & Co. empieza a fijar su lenta recuperación en 2023).

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