Cuentan que hace tiempo, en un pequeño pueblo europeo, existió una niña a la que todo el mundo llamaba Caperucita Roja, ya que siempre vestía una capa púrpura. Un día, la madre de Caperucita la envió a casa de su abuelita a llevarle unos pasteles.
La abuela vivía sola en una casita de madera en el medio del bosque. La madre, que era muy precavida, le
advirtió a Caperucita que no hablara con desconocidos. Ya en el camino, la niña se encontró con el Lobo Feroz y, desobedeciendo a su madre, le contó a dónde iba.
El lobo engañó a la niña y le dijo que existía un camino más corto hacia su objetivo y la niña lo tomó. Entonces, el lobo malvado se adelantó, llegó antes a casa de la abuelita y, de un bocado, se la comió….
Todo el mundo sabe cómo termina el cuento, pero a los efectos de la idea que queremos transmitir lo vamos a dejar aquí.
Imagínese que la abuelita hubiera tenido un seguro de vida. Este final sería un poco diferente. Tras ese 
momento tan angustioso, su familia recibiría el dinero suficiente para que la madre de Caperucita terminara de pagar su casita, la niña estudiara una buena carrera y se convertiría en una joven de bien.
Nunca sabremos cuándo en nuestra vida se pueda aparecer una adversidad que nos engulla de un bocado. Por ello es práctico tener un seguro de vida. Así, si nos vamos de este mundo de forma inesperada, por lo menos que nuestra familia quede a buen recaudo. No en balde, el 54% de los estadounidenses tiene seguro de vida.
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