Dentro de los tradicionales cánones de la diplomacia internacional los gobiernos generalmente reconocen a todo régimen con poder de facto en otro país, por repugnante que sea.
Por Antonio A. Herrera-Vaillant
Por eso muchos estados democráticos vienen reconociendo – al menos hasta ahora – a regímenes como los de Cuba, Irán y Corea del Norte como representantes de sus respectivas naciones.
Una gran excepción a esa práctica fue la llamada Doctrina Betancourt, que estableció la ruptura de relaciones diplomáticas con gobiernos sin origen democrático y dictatoriales en el Hemisferio Occidental.
La reivindicación de esa doctrina es un formidable logro del movimiento democrático venezolano, logrando que unas 60 cancillerías y gobiernos del planeta repudien al régimen de facto impuesto paulatinamente en Caracas tras la designación de un tribunal supremo espurio a fines de 2015.
Ese repudio ha llevado a un creciente número de naciones a sancionar a los principales personeros de la dictadura y a reconocer a la Asamblea Nacional como único poder legítimo representante del pueblo venezolano, validando que – a la luz de la constitución de 1999 – esa legislatura asuma el Poder Ejecutivo ante el vacío de poder y la usurpación basada en la farsa “electoral” de 2018.
Es la mayoría democrática de la Asamblea la que asigna la presidencia interina de Venezuela al diputado Juan Guaidó, un hombre que no se debe juzgar cual caudillo o candidato sino como representante temporal de la institucionalidad democrática en Venezuela: Reto que viene asumiendo con enormes sacrificios, valentía, perseverancia, dignidad y discreción, sin pretensiones políticas más allá del mandato otorgado.
Es, sobre todas las cosas, el principal símbolo de la constitucionalidad, de la legalidad, y de la voluntad del mundo democrático de devolver libertades al pueblo venezolano a la brevedad posible, y así debe ser considerado.
El régimen lo ha entendido y por eso ha desatado toda suerte de treta y campaña – con frecuencia acompañado por perennes tontos útiles – en descrédito de su persona y gestión, comenzando por la táctica más perversa: Exigir que actúe como gobierno en plenas funciones, todo ello acompañado de un diluvio de mezquindades destinadas a erosionar la mayoría democrática que representa.
La importancia de Juan Guaidó no está en lo personal – sin negarle atributos – sino en lo que representa en el complejo tablero nacional e internacional que promueve la restauración del sistema democrático en Venezuela. Es eso – y no una candidatura o antojo – lo que la gran mayoría democrática apoya y defiende.
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