Opinión

Los valores como política de Estado

Hablar sobre valores puede resultar un tema trillado para muchos, pero no lo es; sobre todo si nos situamos en el contexto universal que transitamos en el presente, caracterizado por una nueva etapa de decadencia de la humanidad, con una marcada ausencia de valores y principios. Por Gustavo Márquez/MiamiDiario Hacia donde levantemos la mirada a […]

Por Allan Brito
Los valores como política de Estado
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Hablar sobre valores puede resultar un tema trillado para muchos, pero no lo es; sobre todo si nos situamos en el contexto universal que transitamos en el presente, caracterizado por una nueva etapa de decadencia de la humanidad, con una marcada ausencia de valores y principios.

Por Gustavo Márquez/MiamiDiario

Hacia donde levantemos la mirada a los cuatro vientos de la geografía universal, nos vamos a tropezar con problemas derivados de comportamientos impropios por parte de miembros de la sociedad, donde se pone en entredicho la civilidad como una característica casi permanente.

Es común escuchar a las personas habla sobre la crisis de valores que se vive, cuando debería ser lo contrario. Pero los seres humanos insistimos en tropezarnos con la misma piedra un a y otra vez; precisamente porque enfocamos nuestro proceder en abrazar conductas de vida hacia lo individual, lo personal y no en el beneficio de la colectividad. Sigue prevaleciendo el yo por encima del nosotros.

Y es que cada sociedad asume un comportamiento, derivado de la forma en que se educan sus habitantes, así como de los modelos a seguir. Hasta se dice que una forma de aprendizaje es predicar con el ejemplo; pero si el ejemplo a seguir es carente de valores entonces vamos mal.

Desde la más temprana formación en el hogar, pasando por las escuelas y los centros de formación profesional, hasta interactuando a lo interno de las organizaciones, los ciudadanos vamos incorporando patrones de comportamiento que definen nuestro proceder en sociedad.

Por ejemplo, detenerse en un semáforo en rojo es sinónimo de gritos e insultos; dar los buenos días al entrar en un elevador es una rareza, una práctica casi extinguida; cruzar por el rayado en una esquina es una pérdida de tiempo, si atravesando por otro lado se llega mas rápido.

Cada quien está pendiente de su ombligo. Es común ver peleas en los mercados por un producto de la cesta básica, pues llevar comida a la mesa se ha convertido en una amarga tarea prioritaria, donde no hay espacio para pensar en el otro. Pareciera que quienes rigen nuestros destinos como nación quisieran que pasemos más tiempo en una cola, que siendo productivos para la sociedad.

Pero no todos los ciudadanos están en la capacidad de recibir una educación formal. De hecho, son la mayoría los que en la actualidad no tienen el privilegio de formarse –precisamente– en un ambiente con valores y principios, o tener acceso a una educación de calidad. Esto también pareciera ser un mandato desde las altas esferas del poder. Al parecer, aquí en Venezuela también está prohibido pensar.

Los valores, como ingredientes propios de la personalidad –tradicionalmente– son inculcados inicialmente a lo interno de la familia. Pero qué pasa cuando la base fundamental de la sociedad es una estructura matriarcal, con madres solas criando un número no determinado de tripones, ya que el o los hombres que han pasado por sus vidas lo han hecho de forma temporal. Otra vez vamos mal.

El grueso de la población venezolana es así: muchas madres abandonadas y pocos hombres responsables asumiendo su paternidad en todo el sentido del término. De allí la frase famosa de la sabiduría popular: “padre no es el que engendra, sino el que cría”; pues algunos de esos pequeños que llegan al mundo en el seno de una familia disfuncional –de pronto– logran contar con la ayuda de una figura paterna heredada, que les permite posteriormente sentarse en un pupitre frente al pizarrón de alguna modesta escuela, donde su vida podría cambiar en positivo, mientras sigan siendo salpicados por valores y principios de vida, como actores de una película que les permitirán convertirse en ciudadanos de bien.

Una política de Estado

Venezuela ha venido experimentando durante los últimos años una fuerte alteración de valores, orquestada desde las altas esferas del poder. Incluso, hasta la historia ha sido alterada en los textos escolares, en beneficio de un “proyecto” que no busca el desarrollo del país, sino más bien el fortalecimiento de intereses personalistas, como claramente lo viene demostrando la historia reciente: la corrupción en Venezuela es titular de primera plana a escala planetaria.

Inculcar valores no debe ser sólo una tarea hogareña o de las escuelas, debería ser una política de Estado, donde exista un plan, un proyecto, una planificación que convierta los valores y principios en característica propia del venezolano, en parte de nuestra identidad, de nuestro ADN. Pero –ojo– hablamos de un Estado que se preocupa por la ciudadanía, que vela por los intereses individuales y colectivos del ciudadano, que cumple a cabalidad su tarea de construir una sociedad de justicia y progreso para todos; pero ese, por lo pronto, no es nuestro caso.

Si confiamos en la frase: “no hay mal que dure 100 años”, entonces llegará el momento en que tendremos que avocarnos a trabajar intensamente por el rescate de valores, por la inculcación de principios de vida; pero no como una tarea puntual o de coyuntura, sino más bien como una política permanente, una forma de vida, una misión desde la constancia y la persistencia para llevar a este país a buen destino. Sin embargo, afortunadamente ya hay gente trabajando el tema.

Sacar a Venezuela del atolladero en que se encuentra pasa un cambio de actores políticos, de los que tienen la sartén agarrada por el mango; pero sobre todo, pasa por iniciar un proceso de depuración desde nuestro propio ser, trabajando a lo interno de cada individuo, para evaluarnos, para revisar lo que sirve y lo que no, desechando lo perjudicial en nuestras vidas y fortaleciendo nuestras potencialidades, sobre todo aquellas que nos colocan en el camino del bien individual; pero sobre todo, en beneficio colectivo.

En la medida en que el individuo sane, así también lo hará la sociedad. Actualmente Venezuela es una nación marcada por la corrupción, por lo irregular, lo turbio, una nación en malos pasos. Sin embargo, no podemos echar a todos los habitantes en un mismo saco; pues existe un reservorio moral que tendrá de tomar acción y partido, en el momento en que la dirección del viento cambie a favor del proyecto país, y no a título de individualidades como ha sido hasta ahora.

Soplan vientos de cambio en el horizonte, la podredumbre cada vez se destapa más, y la crisis de valores y principios clama por que ese cambio llegue lo más pronto posible. Pero si no iniciamos ese trabajo de rescate desde lo interno en cada uno de nosotros, si seguimos haciendo lo mismo que hasta ahora, entonces estamos condenados a repetir la historia.

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